Fariñas publicará novela sobre la Guerra de Angola*

Fariñas desde su casa en Santa Clara, imagen de archivo

El disidente cubano Guillermo Fariñas publicará próximamente en España la novela Con el abismo dentro, que recrea su experiencia en la Guerra de Angola.

«Angola es una herida abierta en el alma de la nación cubana. Una herida que no ha sido sanada», comentó Fariñas a CaféFuerte desde su casa en Santa Clara, en el centro de la isla, donde se recupera de las secuelas dejadas por una huelga de hambre de más de cuatro meses.

Con el abismo dentro es, según el autor, un libro de antihéroes. «Se trata de una novela basada en lo que le ocurrió a mis amigos y a otros que ya no lo son por mi posición anticastrista», relató.

«El primer capítulo trata de una emboscada donde el protagonista se defeca y se orina. Eso me ocurrió a mí: murieron todos mis colegas, algunos que fueron mis compañeros en los Camilitos, gente con la que venía conversando y en un abrir y cerrar de ojos estaban muertos alrededor mío. Yo tenía 17 años».

Fariñas llegó a Angola en noviembre de 1980 como miembro de las Tropas Especiales. Fue enviado a Huambo, bajo las órdenes del coronel Antonio Enrique Luzón Battle. Integró los comandos de Demolición, Penetración y Sabotaje subordinados al Ministro de las FAR,  Raúl Castro. Realizó 11 incursiones en la retaguardia de la UNITA y en ellas recibió dos heridas de bala, una en la pierna izquierda y la otra en la columna vertebral.

En su libro, sin embargo, Fariñas eliminó el contenido épico de su experiencia y se concentró en temas como la corrupción, el homosexualismo, el voyeurismo,  los trastornos causados por la infidelidad de parejas y los suicidios por las famosas cartas amarillas.

«Esa era la cotidianidad de Angola. Por ejemplo, cuento la historia de dos cadetes que fueron enviados a tener relaciones con dos mujeres maduras a las que nadie les hacía caso. O el episodio donde viene una brigada artística con Alicia Alonso y lo menos que le interesó a la gente fue el arte, sino rascabuchear las mujeres que venían. Cómo se robaban las pipas (camiones) de combustible para venderlos en las candongas.La picardía de los cubanos que acabó con la posibilidad de un comunismo angolano, porque cuando los angolanos conocieron de cerca a los representantes del «socialismo cubano» pues no dudaron en que tenían que irse al capitalismo», comentó el sicólogo y periodista.

Fariñas recibió 5 condecoraciones y 11 diplomas por su desempeño en Angola, que le fueron incautados en 1995 por la Seguridad del Estado durante en su primera detención.

El 24 de febrero se declaró en huelga de hambre para reclamar la liberación de los presos políticos. El prolongado ayuno, que puso en peligro su vida, funcionó como un elemento de presión para que el gobierno cubano, con la mediación de la Iglesia Católica y el gobierno de España, accediera a liberar los prisioneros de la llamada Primavera Negra del 2003.

Creyendo que iba a morir, Fariñas decidió enviar varios manuscritos a España. El primer en publicarse, será Con el abismo dentro, por la editorial de la Fundación Hispanocubana.

El 5 de marzo le envió un mensaje a Raúl Castro, donde le pidió que no lo dejara morir y se defendió de la socorrida acusación de mercenario e interpeló al gobernante como antiguo «compañero de armas».

Épica del desengaño

El disidente cree que el tema de la guerra de Angola sigue vigente en la Cuba de hoy. «Las personas fueron llevadas para ser engañadas en Angola. Esa fue la épica de mi generación, que creció oyendo los cuentos de Girón y la limpia del Escambray como grandes acontecimientos heroicos», dijo.

Pero  en el caso de Angola, Fariñas considera que hubo «una épica del desengaño». Allí fuimos testigos de un entramado de corrupción y abuso de poder que nada tenía que ver con el heroísmo. Allí vimos a altos jefes militares que regularmente despojaban de bienes y alimentos  a sus subordinados para mantener los predios de sus queridas con aire acondicionado y sin faltarle nada», manifestó.

El título de la novela está inspirado en la frase de Nietzsche «Cuando miras al abismo, el abismo te devuelve la mirada».

«Tengo amigos y familiares que viven traumatizados por esa experiencia, que están alcoholizados, frustrados, que viven en la miseria absoluta y ni siquiera son reconocidos como veteranos de guerra. Por eso titulé la novela Con el abismo dentro», explicó.

También esperan por próxima publicación un libro de cuentos, El león de Angola, y otro testimonial que tituló Las prostituciones del castrismo, que relata «los 25 tipos de prostitución» que se ejercen actualmente en Cuba.

*Agradezco a Verónica Cervera, autora del blog Evidencias, por haberme alertado sobre este tema.

Esta entrevista se ha publicado también en el sitio Café Fuerte.

Cangamba en el cine

Hace dos años Rogelio París dirigió «Kangamba», una película de ficción financiada por el MINFAR y el ICAIC, que será recordada como la versión cinematográfica oficialista del choque más sangriento de la toda la guerra de Angola. Como sucedió con otras batallas, en el caso de Cangamba ambas partes se atribuyeron la victoria.

La película recoge los acontecimientos ocurridos durante los nueves días de sitio de la UNITA al poblado de Cangamba, en la provincia de Moxico, en agosto de 1983.

Aquí un par de fragmentos del filme:

En este, pura acción:

¿Les parece una representación verosímil?

En el próximo post, una versión menos ficticia de Cangamba.

Perros con odio

Soldados cubanos sobre un camión de abastecimiento en la carretera Menongue-Cuito Cuanavale, 1988 (Foto tomada del blog HavanaLuanda)

Soldados cubanos sobre un camión de abastecimiento en la carretera Menongue-Cuito Cuanavale, 1988 (Foto tomada del blog HavanaLuanda)

De la pierna sólo me acuerdo cuando llueve porque el muñón duele. A veces siento que “se me van a cruzar los cables” y me digo, aguanta, aguanta, falta poco porque todavía no es el tiempo. Entonces, siento miedo porque, aunque estoy como estoy, todavía puedo hacer mucho daño. Tú sabes que soy una máquina de matar. Aunque ahora nos ignoren y seamos como cacharros rotos, somos un verdadero peligro. Tú mismo viste lo bien que nos infiltramos en aquel campamento de la UNITA y luego lo que hicimos en aquel “kimbo” en donde luego se escondieron los que lograron escapar. Allí no quedó títere con cabeza.

La carta me llegó de Cuba. Me la envió uno de los tantos mutilados que dejó la guerra en Angola. Nos conocimos cuando él acababa de graduarse como oficial y lo habían enviado al 1er batallón de Destino Especial de la Brigada de Desembarco Aéreo. Luego, años después, lo entrevisté en el sureste angolano y pude, aunque estaba prohibido, acompañarlo junto a sus hombres a varias misiones en la retaguardia de las tropas de la UNITA.

Desde La Habana lo bauticé como Monstruo Prieto y le agradaba que le dijera así, como también que le hiciera fotos lanzándose en paracaídas o disparando en manguera y haciendo blanco. Cuando nos encontramos en Angola ya había alcanzado los grados de capitán y había sido siempre uno de los más destacados en los cursos impartidos por los rusos, los vietnamitas y los coreanos. El Cacho, Punto Cero, Los petis,  Candelaria…

Creo que en Angola se alegró por el encuentro y como uno, entonces, estaba en forma y conocía a tres o cuatro oficiales que odiaban la censura, pude hacer con su grupo dos o tres incursiones. Si lograbas vencer el recelo de aquellos muchachones, tenías garantizado un material de primera que, aunque la mayoría de las veces no dejaban publicarlo, valía la pena estar con ellos. La hermandad que nace en la guerra masturbando a la muerte o gozando con ella está más allá de cualquier ideología.

Para darte a respetar entre aquella gente era imprescindible haberte lanzado en paracaídas con el hombre que los comandaba, haber buceado con él, tener cinturón negro en artes marciales y haberte ganado un barril de cerveza jugando a la “ruleta rusa” con un Magnun .44 y, después de eso, haber hecho buenas fotos de todos e, incumpliendo la ley militar, habérselas hecho llegar a sus familiares de Cuba. La tribu de los cojonuces y los demás eran mierdas.

Descrito así puede parecer una fanfarronada, pero quienes de verdad han conocido la adrenalina y el machismo que se vive en un frente de combate, saben que digo la verdad. Para darte a respetar entre aquella gente tenías que subirle la apuesta y luego hacer tu trabajo. Era la única manera de que te respetaran. Hay gentes que han escrito de la guerra, han hecho algún viajecito hasta el lugar donde llegan los jefes y se han retratado de uniforme, con cantimploras de güisqui a la cintura, intentando imitar al Hemingway, y se han inventado batallitas. Esos, si han tenido la habilidad de subir “jalando levas” y acariciando el escroto de viejos generales, allá ellos. Pero quiero dejar muy claro que mienten.

La guerra de Angola no se escribió en la casa de ningún general cubano. Lo turbio, lo desgarrante de aquel conflicto se padeció bien adentro de la mata, allá, muy abajo donde nunca iban los jefazos. Allá, donde jóvenes que no llegaban a los 20 años vivían meses y meses, en unidades soterradas, sin ver la luz del sol. Allí, donde murieron muchos.

Monstruo Prieto y los suyos en el combate eran una piña. Llamaba la atención comprobar cómo, teniendo la mayoría caracteres muy espinosos, congeniasen tan bien bajo los tiros. Lo malo venía cuando tenían que encarar el tedio existente entre dos combates y cada uno se las arreglaba para hacer lo que le viniese en ganas o para buscarle las pulgas y sacar de quicio al compañero más cercano. Cubanos al fin, en momentos de apuros, eran la disciplina hecha personas, pero enseguida que aflojaba la tensión, sólo el capitán era capaz de entrarlos en camino. Aquel grupo de Destino Especial estaba formado en su totalidad por “prietos” y su jefe se reía conmigo al escucharlos referirse a los angolanos diciéndoles: “estos negros”.

-¿Pero y ustedes? ¿Y nosotros qué somos? – preguntaba para picarlos Monstruo-. ¿Qué cojones somos?

-Somos unos comecandelas. Somos los perros de la guerra. Somos unos monstruicos. Nosotros, aunque tengamos el mismo color que ellos, somos muy distintos.

Una sola vez toqué con el Capitán el tema de Angola y la presencia allí de negros cubanos y, esa madrugada, comprendí muy claro que algo muy gordo podía derivarse del conflicto.

-Mejor dejamos ese asunto, sugirió. Desde que Cuba es Cuba, siempre a los negros nos ha tocado lo peor. El día que a un loco se le ocurra pedir lo que reclamaban los de la Guerra de los Negros de Cuba, el día que los negros nos cansemos de ser deportistas, rumberos, singantes de turistas o carne de presidio… ese día vamos a tener jodienda. No, mejor lo dejamos, porque eso no es bueno ni hablarlo.

Nos fuimos de Angola y pasaron años hasta que volví a verlo.

-¿A que hubieras preferido ver mi nombre en un nicho a no encontrarme así? –preguntó a rajatablas al notar mi desconcierto-.Vamos, Loco, cambia esa cara que el jodido soy yo.

-¡Estas entero, Monstruo! –mentí-. Esto hay que celebrarlo. Vamos a echarnos unos buches.

-Loco, estoy en candela. No te conviene juntarte conmigo- me alertó, pero no le hice caso. Al ver mi insistencia, dijo: Ahora no puedo irme de esta esquina. Sí, aquí donde tú me ves, estoy trabajando. No, nada de las FAR. Me expulsaron. Me exprimieron o me dejé exprimir y, luego, a la calle. Es una historia sucia. Piénsalo, y si quieres venir, pasa a la 10 de la noche. A esa hora termino.

El trabajo de aquel condecorado ex capitán era cuidarle el automóvil a un ex subordinado suyo que, ahora, se había transformado en un próspero empresario con cargos en una de las empresas camufladas de Raúl Castro dedicadas al turismo.

-Me paga en dólares –me explicaría luego-. No sólo me ocupo de su carro, sino de que nadie robe en el apartamento que tiene camuflado para ver a sus niñas. Es muy jodido todo esto, pero hay que vivir. ¿Te acuerdas lo que te dije una noche? ¿Ves? Siempre a los negros nos ha tocado lo peor.

Lo recogí a la hora acordada y con dos botellas de ron, dos rifles, como dicen en La Habana, fuimos entrando en ambiente. Era bueno aquel ron y no demoramos mucho en calentarnos las orejas.

-¿Por qué te juntas conmigo? Te repito, estoy en candela. ¿Qué me miras? El pie lo perdí en Angola y todo lo demás, aquí. Sí, aquí, como lo oyes- afirmó y me miró desafiante.

-Estoy en deuda contigo. ¿Te acuerdas que me salvaste la vida cuando los G-5 comenzaron a machacarnos? ¿Piensas que no me doy cuenta cómo te sientes? No estás tan mal. Tu único problema es pensar en un país en donde no se puede pensar. ¡Negro atrevido! –le dije en broma.

Bebimos con premura hasta que nos dejamos cercar por el silencio que envuelve a los que sufren. Pasamos por la etapa en la que uno rumia todo lo vivido e intenta vanamente dorarlo y hacerlo más humano.

A quienes sólo hayan visto la guerra en películas, les pido comprensión.

Sepan que si uno “libra” en un conflicto bélico y se encuentra con un colega que pasó por lo mismo, casi siempre, para demostrar y demostrarse que ambos siguen vivos, vuelven a darle marcha atrás a la película y la comentan con cinismo, alejamiento y condescendencia. Es uno de los pocos lujos que pueden darse los que sobreviven. Incluso, los más inteligentes hasta humanizan al enemigo y a los muertos de los dos bandos porque es una forma de humanizarse ellos mismos.

-Soy negro de los que gustan de las negras. No soporto a esos que proclaman su negritud y, en cuanto pueden, se buscan una blanca. O sea, que yo sí vivo orgulloso de mi color y hubiera querido tener también hijos tan negros. ¿Me escuchas?

-Sí, claro que te escucho –afirmé-. Y sé que te graduaste como oficial en plena guerra y que tienes una hermana médica y que en tu casa, en tu familia nadie ha ido a la cárcel por robar. Sé que te ganaste los grados tirando tiros y no como tu ex ministro…

-No, me hables de ese maricón – dijo en voz baja como si intentara morderse la rabia-. Sí, dije maricón.

-Oye, compórtate, que ahora está de moda ser maricón y pueden acusarte de troglodita y machista –dije, y la provocación surtió efecto.

-Eso será fuera de Cuba, aquí, hasta mucho después que nosotros seamos polvo, los maricones serán maricones y esto será machismo o muerte. Que me acusen de lo que quieran, me da igual. Pero yo me refería a los maricones de alma, esos que aparentan ser hombres, matan gentes y tienen hasta hija que defiende fuera de Cuba a los maricones.

Se había desplayado y, al revés de casi todos los borrachos, bebía ahora con tragos lentos, como si aún pudiese saborear el gusto del ron.

-Desde que vine de África me da lo mismo un homenaje que un escándalo. Cuando mataron a Ochoa dije bien alto que aquello era un crimen. Así no se mata a un hombre. El General sabía menos de drogas que Guillermo García o Crescencio Pérez que tenía fincas llenas de marihuana y nunca les pasó nada. ¿Por qué no metieron en chirona a Aldo Santamaría y a Osmany Cienfuegos? Esos dos sí que comercian con drogas.

Claro, Ochoa le sabía a la guerra; tenía cojones; tenía gentes que le seguíamos y además, no era pesao. En las FAR, era insoportable tener que, en una recepción o en un acto, aguantar las bromas de Raúl Castro. ¡Ñooo, que pesá es la China esa cuando bebe!

Pensé que estaba tan metido en su monólogo y no me veía. Pero siguió en lo suyo:

-¿Estas ahí? ¿No te has apencaó porque le diga La China?

-Estoy a tu lado – contesté-. Sigue que te escucho.

-¿Sabes que le dije al de la contrainteligencia que me interrogó? ¿Sabes qué pasó cuando me vino con el cuento de que yo tenía que estar loco, porque ningún negro, por agradecimiento, podía estar en contra del Comandante?

Lo miré a los ojos como se miran los perros cuando se retan y él atacó con su relato:

-Tuvieron que romperme la cabeza con el cabo de una pistola, dejarme sin sentido y ponerme una inyección. Después me ingresaron en una sala con locos y me pusieron electroshock. No importa. Me di el lujo de romperle la cara con mi prótesis. Me quedé sin pierna, pero ese nunca más se mete con un negro patriota. ¡Mira que ofender a un perro de la guerra.¡Atrevido! ¡Parejero!

Y, tras las últimas expresiones, se echó a reír porque recordaba mis carcajadas cuando se las escuchaba decir en Angola. Intenté complacerlo y hacer como entonces, pero parece que no pude y él me tiró un cabo:

-Oye, Loco, quita esa cara. Total, ¿para qué quiero dientes si no hay casi que comer? ¿para qué las dos piernas si no tengo a ninguna parte a donde ir?

-Una pierna la perdiste en África pero la otra, ¿te la echaron a perder ellos en el interrogatorio? ¡Hijos…

-Tranquilo – me contuvo-. No, lo de la otra pierna no fue en el interrogatorio. Esperaron a darme del alta del hospital y como a la semana, cuando regresaba a mi casa me cayeron arriba. Eran un montón y lo traían todo estudiado. Fractura de cráneo, dijo el médico.  Me dejaron sin dientes y, para colmo, con un martillo, me fracturaron los dedos de la pierna buena. Después me metieron una botella de alcohol de hospital en la boca y entre todos me la hicieron tomar. La policía dijo que había sido una pelea entre locos y borrachos. Nunca aparecieron los agresores. Quiero que sepas que esa noche no me había tomado ni un trago.

Lo que escuchaba era tan fuerte que me bebí a morro lo que quedaba de la segunda botella. Monstruo, prosiguió como si la historia no fuera la suya:

-¿Sabes a quién me mandaron al hospital? Pues al oficialito de la contrainteligencia que me interrogó. Me vino con el cuento que la Revolución no olvidaba a sus hijos aunque estuvieran como yo: locos y equivocados. Le dije que sí con la cabeza y se lanzó a decirme que yo era un héroe y tal y tal. En resumen, me propuso que me convirtiera en chivato y le dijera quiénes más, de los que estuvimos en Angola y Etiopía, estaban conspirando.

-¿Y? –pregunté en tono provocador.

Monstruo, más distendido, se acarició el muñón de la pierna y arrellanado en el asiento, dijo:

-Volvió a subestimarme. Llegó a decirme que si colaboraba, me aceptarían de nuevo en las FAR y hasta me ascenderían. Volví a decirle sí con la cabeza. Oriné en el pato de cristal y con la mano buena se lo tiré al rostro y, por suerte, volví a darle en la caraza. Me sublevé. Volvieron a inyectarme. No sé cuantos días estuve fuera de circulación. Pensé que esa vez sí me iban a pasar por la piedra. Pero, no. Quizás todavía no les han dado la orden.

-¿Y qué harás? –dije ya por decir algo y con la corazonada de que aquel sobreviviente estaba ya para el arrastre. Sin embargo, debo reconocer que me equivoqué.

-¿Tú confías en mi? –preguntó sin ocultar el cansancio.

-Sí –respondí al momento-.¿Y tú? ¿Confías en ti?

-Sí, pero yo pregunté primero- se defendió y pasó a la ofensiva-. No nos subestimes. Fuimos y somos muchos los que aprendimos a matar en Angola y en Etiopía. Fuimos y somos muchos los puteados.

Muchos, a quien no nos sirven para nada las medallas. Somos demasiados los que vivimos en Centro Habana, la Lisa, Palo Cagao, Guanabacoa y Buenavista. Somos muchos los que sabemos a qué huele la sangre. De nosotros nadie escribe. Nos enseñaron a ser perros de la guerra. Cuando la jauría encuentre un jefe, empezará el cerco. Si quien tú sabes y la China no acaban de irse, sí siguen, puedes estar seguro que vamos a ponernos majaderos.¡Atrevidos y parejeros que son! No se dan cuenta que somos perros con odio. Somos un peligro.

Pienso en Monstruo y en los miles de cubanos que cumplieron misión internacionalista y no puedo dejar de pensar en su advertencia de que son un peligro.

(Relato del periodista Emilio Surí Quesada, publicado originalmente En La Nueva Cuba)

El año del miedo

Leonardo Padura

Leonardo Padura

Las novelas de Leonardo Padura (La Habana, 1955) gozan hoy de gran popularidad dentro y fuera de Cuba. Sus narraciones policiales han conformado un retrato descarnado de la realidad cubana contemporánea en una búsqueda que combina rigor literario, indagación de la historia y compromiso con los latidos de su tiempo. La más reciente novela del escritor, El hombre que amaba a los perros (Tusquets, 2009), sobre el asesinato de Trotski,  traza una estremecedora parábola con las utopías y los totalitarismos del siglo XX.

En 1985 Padura fue enviado como colaborador civil a Angola. De esa experiencia nació el cuento “Los límites del amor” (1987) y se derivaron otras referencias en episodios y personajes de su narrativa, como Carlos » El flaco», un veterano de la guerra postrado en silla de ruedas

El autor viajó recientemente a Puerto Rico, donde dictó un ciclo de conferencias sobre cultura cubana y presentó El hombre que amaba los perros.

El testimonio que presentamos a continuación fue entregado como cortesía a La última guerra.

EL AÑO DEL MIEDO

Aunque suelo tener mala memoria para las fechas –puedo hasta olvidar cumpleaños y aniversarios importantes– hay dos días que han quedado marcados para siempre en mi memoria: el 1 de octubre de 1985 y el 27 de septiembre de 1986… Los 360 días que van entre una y otra fecha los viví, hora a hora, en un país en guerra: Angola.

A pesar de que mi presencia en el país africano formalmente no tenía que ver con el mundo militar, pues iba como periodista encargado de reportar las actividades de la colaboración civil –médicos, maestros, constructores que ayudarían a la devastada nación–, apenas llegado a Angola fui llevado, como el resto de los técnicos y colaboradores cubanos, a un campamento militar donde cumplí quince días de riguroso entrenamiento que incluía clases de táctica, caminatas y los indispensables ejercicios de tiro con el fusil soviético AKM.

Para mí, aquella era una experiencia inédita, pues había crecido en un país sin guerra y por una u otra razón había atravesado la «edad militar» sin ser llamado a las filas del Servicio Militar Obligatorio ni cursar ninguna de las numerosas escuelas de guerra que existían para los jóvenes y estudiantes cubanos –incluida la llamada Catedra Militar que se impartía en la universidad. La guerra y las armas habían sido para mi vida, hasta entonces, realidades y objetos lejanos, por los que, además, no sentía la menor atracción.

Pero desde aquel día de octubre de 1985 en que utilicé el AKM en el polígino de tiro, hasta el día de septiembre de 1986 en que me devoliveron el pasaporte para regresar a Cuba, un fusil y cuatro cargadores de balas fueron parte de mis pertenencias pues, como nos era dicho al llegar a Angola, «estábamos en un país en guerra y, llegado el momento, todos seríamos soldados».

Quizás la misma fortuna que me había salvado de escuelas y campamentos militares me preservó de tener que intervenir en cualquier acción de guerra durante aquel año que viví en Angola. Incluso, en las clases de preparación militar que nos impartían un domingo al mes, pude escabullirme de los ejercicios de tiro y tal vez yo sea, de todos los cubanos que pasaron por aquel país, el que menos utilizó su fusil.

Pero ni la suerte ni la aversión natural que siento por cualquier acto de violencia pudo resguardarme del primero y más invencible efecto de la guerra: la sensación de miedo.

No siento la menor vergüenza al confesar que los 360 días que viví en Angola tuve miedo: los miedos más diversos y persistentes, los más compactos y devastadores. Miedo a que se intensificara la guerra civil entre el MPLA gobernante y la rebelde UNITA; miedo a la siempre anunciada invasión del ejército surafricano y a que mi frágil condición de civil pudiera ser trastocada por una orden superior y me transformara en un soldado más del ejército cubano que durante catorce años intervino en la guerra de Angola; miedo a las emboscadas y las minas antipersonales que podían sorprender a cualquiera fuera de la ciudad de Luanda; miedo a las bombas que, esporádicamente, sacudían las ciudades; miedo a las noches de juerga de los soldados del MPLA, que festajeban sus borracheras con ráfagas al aire; miedo a las «flechas» antiaéreas que acechaban a los aviones civiles y militares en los que debi viajar a varias provincias de la nación africana; miedo a convertirme en uno más de los miles de mutilados que dembulaban por todo aquel inmenso país. En fin, miedo a morir en una guerra en la que no quería estar.

Aquel ha sido, sin duda, el más terrible de los 47 años que hasta ahora he vivido. El fantasma de una guerra real, con muertos y heridos reales –algunos de ellos con rostros familiares, conocidos y hasta queridos–, me acompañó cada día y me persigue hasta hoy, cuando en mis peores pesadillas sueño que estoy de nuevo en Angola y siempre regresa, desde lo más recóndito de mi memoria, el recuerdo vivo y lacerante del año del miedo.

Sin embargo, creo que después de todo le debo agradecer a la vida haber tenido la experiencia de pasar todo un año en un país en guerra. Quizás porque no tuve que usar mi fusil AKM ni fui uno de los mutilados de aquella contienda. Pero tener la posibilidad visceral de entender qué es la guerra y qué es el miedo a la guerra me han hecho un hombre mejor –¿o será peor?– porque soy capaz sentir lo mismo que sienten el ciudadano palestino y el ciudadano isrealí en medio de una guerra interminable en la que, ellos mismos, pueden ser las próximas víctimas; porque sufro como cualquier colombiano común con las sucesivas imágenes de violencia y muerte de un país que se desangra desde hace medio siglo; porque cuando leo reportajes sobre las guerras de Chechenia, Bosnia y Croacia siento en mi piel la aversión que me provocan los nacionalismos fundamentalistas que solo se resuelven en la guerra, la muerte y el miedo. Y también porque cuando puedo leer que Angola pone fin a 25 años de guerra fraticida siento la misma alegría que seguramente han sentido Joao, Antonino, Luandino, Pepetela y mis otros amigos angolanos por tener la posibilidad de volver a vivir en un país sin guerra, aunque ya nunca puedan librarse del recuerdo de los días, meses y años que han vivido con miedo.

Sé que el miedo es un sentimiento humano y que la guerra es una constante de la humanidad. Pero soy tan empecinado que me atrevo a soñar que algún día los seres humanos podremos vivir sin guerras y que entonces despojaremos nuestras vidas del más absurdo y lacerante de los miedos.

Leonardo Padura Fuentes

Mantilla, 26 de abril de 2002.

Un homenaje a nuestros muertos en Youtube

La canción se llama Veterano y es del trovador Frank Delgado, quien estuvo en Angola.

Esta es la última estrofa:

Conozco la cofradía de los valientes,
los que en el fragor avanzan siempre hacia el frente,
los que esconden sus hazañas tras la modestia,
a otros que se apuntaron más de la cuenta,
algunos que con la guerra se enriquecieron
y los domingos organizaban safaris,
también amigos que no volvieron.
Pero lo que dio mi gente en esa batalla
perdónenme el adjetivo pero no cabe
en la calamina de una medalla.

La noche en que rieron las hienas

La llegada del avión era siempre un alboroto para aquel grupo de cubanos que gastaban su vida a catorce mil kilómetros de su Isla. Por un rato la fuma, la comida y el resto de avituallamientos que venía en el avión pasaba a un segundo plano y lo único importante era averiguar si uno estaba entre los que, ese día, recibirían noticias de la familia.
Durante la entrega de la correspondencia los solteros eran siempre quienes mejor lo pasaban. Los casados hasta que escuchaban su nombre y recibían un sobre normal y corriente, aunque rieran y lo tomaran a guasa, sudaban frío por dentro. Había, incluso, quienes hubieran preferido estar en la selva que tener que vivir el suplicio de la falta de intimidad y las bromas del grupo.
Los cubanos que fueron a Angola, si eran hombres y militaban en las filas del Partido Comunista sabían que, en la isla, un grupo de apoyo integrado por otros militantes como ellos, civiles y militares, atendía y controlaba lo que sucedía en sus hogares. Si alguien de la casa rebasaba los límites y si, sobre todo, la mujer sacaba los pies del tiesto, el combatiente internacionalista recibía una de aquellas famosas cartas amarillas en donde le describían los pormenores de la traición y lo precisaban a decidir entre la infiel y el Partido, porque ningún militante comunista cubano podía andar por ahí con una cornamenta mayor que la del padre de Bamby. Lo que debía ser un problema de pareja, en aquellas circunstancias, se convertía en un drama público que la victima arrastraría mientras alguno de los que allí estaba conservase la memoria.
El cumplimento de una misión internacionalista significaba un factor de alto riesgo para la integridad de la ya maltrecha unión de las familias cubanas. El gobierno de La Habana, después de llevar años enviando a los cubanos a los más distantes conflictos bélicos, nunca se ha atrevido a publicar el número de divorcios generados por tales campañas. Para muchos, lo duro no era sólo batirse a los tiros, sino soportar la pesadez de los días y noches a tanta distancia de los suyos. Resultaba insoportable comprobar cómo, entre compañeros, le podían hacer la vida imposible a cualquiera en medio de una vida cuartelera, los excesos de confianza y las bromas.
Aquella tarde, como siempre, la gente buscaba alejar la tensión y los más viejos empezaron a cercar a un chico apodado el Guajiro. Tenía diecinueve años y era celoso; llevaba casi dos años en Angola y cuando lo llamaron a filas sólo llevaba tres meses de casado.
-A mí – soltó uno que estaba junto al Guajiro- me da lo mismo que me manden una de esas cartas amarillas. Incluso, aconsejé a la mía que si le picaba que lo hiciera con e bodeguero o el carnicero para que resolviera más comida.
Otro, siguió en el mismo tono:
-Claro que sí, si le pica que se rasque. Total, eso no es jabón que se gasta.
Un habanero que dormía encima de la litera del Guajiro, atacó por directo:
-¿Y, tú, Guajiro,¿le diste algún consejo a tu mujer? ¡Hay que ser bien
internacionalista para dejar una titi de dieciocho añitos allá solita!
Y, como siempre que le tocaban el tema, el aludido intento frenarlos en seco:
-Ya les he dicho que con la mujer no quiero jueguitos.
Parece que la gente estaba ese día dispuesta a tirarse a fondo y uno que le decían Oriente, continuó:
-Tranquilo, compay, que si los tarruos cantaran como gallos, aquí nadie dormiría.
El Guajiro, con rabia, se quitó del hombro el brazo que el confianzudo Oriente le había puesto encima sin darse cuenta que los demás lo rodearon para impedirle ver cómo uno depositaba algo en la bolsa en donde estaban las cartas que acababan de llegar. Comenzó el reparto y quienes recibían correspondencia se alejaban del molote en busca de un rincón en donde leer hasta el cansancio las noticias con que intentaban entrar en frecuencia con los suyos.
Como a los cinco minutos de estar diciendo nombres, el improvisado cartero sacó un sobre amarillo y en voz alta dijo el nombre del Guajiro.
-Bienvenido al club- vociferó uno que hacía un mes se enteró que su mujer lo engañaba.
La carcajada fue casi unánime. El Guajiro miró su nombre escrito en el sobre y sus ojos adquirieron una expresión de lejanía y frialdad que paralizó a todos. Con paso firme se dirigió a la barraca.
-Vamos a ver que cara pone cuando sepa que es una broma- dijo el habanero.
– Dejen que se joda un rato para que aprenda a ser hombre- aconsejó Oriente.
Entonces se escuchó el ruido seco y metálico del Ak-47 cuando lo rastrillan y todos nos echamos a correr en dirección a la barraca. No hubo tiempo para más.
El rafagazo acabó por dejarnos fritos. Entramos en tropel y ahí estaba el Guajiro todavía con el fusil entre las manos y casi sin cabeza. Sobre la litera, sin abrir, estaba el sobre amarillo. Si mirabas la sangre y los sesos en la pared podías vomitar.
Esa noche, mientras los de contrainteligencia interrogaban al grupo, las hienas revolvieron a su gusto los tanques con desperdicios de la cocina. Casi nadie durmió. Aquellos animales emitían unos sonidos que te ponían los pelos de punta.
-Se están riendo de nosotros las cabronas –chilló Oriente y se tapó la cabeza con una colcha. Tuvieron que evacuarlo, demente desde entonces, en el mismo helicóptero en donde se llevaron los restos del Guajiro.

(Relato de Emilio Surí Quesada)

Un relato de Angel Santiesteban

Soldados cubanos en Angola. Foto de Ernesto Fernández, tomada del blog HavanaLuanda

Soldados cubanos en Angola. Foto de Ernesto Fernández, tomada del blog HavanaLuanda

Dos pájaros de un tiro (3)

Había un joven de tropas especiales al que yo le dedicaba mucha atención. Todos decían que estaba loco. Se metía solo en los montes y se iba lejos a hacer exploraciones sin que nadie se lo ordenara. Pensábamos que quería salir de esto de la forma más fácil: que lo mataran. Cuando el mando explicaba una misión peligrosa, pedían a la gente que se brindara y él se ponía de pie primero que nadie.
Un día le pregunté por qué lo hacía. Me dijo que había venido a vengar a su padre, que lo habían matado en el 75. Decírmelo precisamente a mí, que pensaba que eso nada más sucedía en las películas.

(Tomado de Sur: Latitud 13, premio UNEAC de cuento 1995, Ediciones Emily, 2005, España)

El último ajiaco (fragmento)

—De los muertos de Angola hay uno que nunca se separa de mí. Es Pablo de Armas –asevera Ramón y, sin que los camareros del restaurante lo adviertan, saca de debajo de la camisa la botella de Bacardí que trae oculta y vierte un chorro en el suelo–. Bebe en paz, hermano, bebe en paz y custodia nuestro viaje y, si el asunto sale mal, espéranos con lo que sabes que nos gusta en la puerta del infierno.

El Capitán de las Tropas de Destino Especial, Pablo de Armas, y Ramón Rivera se conocían desde Cuba y era de las pocas personas que éste respetaba aunque le llamara en tono burlón El Rambo del Caribe. Se habían conocido cuando El Loco, como oficial de la reserva, fue movilizado durante cuarenta y cinco días con el cargo de comisario político al Batallón de paracaidistas donde Pablo era el jefe.

—Este guajiro es una tranca –me dijo El Loco al presentármelo en el edificio de la embajada cubana de Luanda.

Pablo nos sacó del hotel de la portuguesa y nos llevó a vivir al apartamento que tenía frente al Hotel Trópico.

—Hay un cuarto vacío –le explicó a Ramón– y más vale un hijo de puta conocido que otro por conocer. Si me entero que tú o tu socio se extralimitan con mi mujer los cuelgo a los dos por los huevos. ¿Entendido?

Pablo estaba enamorado como un perro de Sandra, una anestesista cubana que había conocido en Angola y quería gente de confianza bajo su techo. Cuando regresé a Cuba El Loco siguió viviendo allí y entre él y Sandra surgió una relación de hermandad que todavía se mantiene.

Cuando Rivera, en Cangandala, pisó una mina y por poco se muere, Pablo en persona fue a rescatarlo y no lo dejó hasta que lo vio entrar en el quirófano. De esa amistad escribí en mi novela No vine a morir. Pero de aquello habían pasado muchos años y Ramón ahora le rendía tributo.

—Comemierda, venir a regalarse así –machaca Ramón y vuelve a derramar otro chorro de ron en el suelo–. ¿Por qué, coño, herido como estaba, tuvo que ponerse a estar llevando a cuestas al moribundo que encontraron en la aldea? ¡Fueron tres horas, herida con herida y sangre con sangre caminando en medio de la selva! Así cualquiera se contagia.

Era casi el final de la guerra y Ramón, con un pulmón de menos y ya restablecido, había logrado que lo enviaran de nuevo a Angola.

—Cuando tú pises tierra cubana, vivo y coleando, yo te haré la foto —le había prometido El Loco al Capitán y por eso se las arregló para, al final de la guerra, regresar junto a él en el mismo avión a Cuba.

Cuando aterrizaron, Pablo iba delante. Vestía uniforme de camuflaje y en el pecho lucía todas las medallas al valor que otorgaban las fuerzas armadas cubanas a los combatientes internacionalistas. A unos veinte metros estaba la banda de música y los funcionarios del gobierno que, por decreto, tenían que ir a recibir a los que regresaban de la guerra.

—Míralos, con las guayaberitas. Huelen a perfume. Los buitres, los capitanes Araña –le comentó Ramón al oído al pasar por su lado. Era algo que les molestaba a los dos.

Pablo le miró de soslayo y asintió con la cabeza recordando que ya, en otras ocasiones, le había referido la falsedad de los recibimientos.

—Cállate, no me rompas la alegría. Bastante tengo con tener que saludarlos –le comentó en voz muy baja y comenzó a bajar la escalerilla.

Ramón preparó la cámara y, a codazos, adelantándose, saltó a tierra. Quería una foto en el momento en que Pablo pisara tierra cubana. Encuadró su figura y hasta logró captar el resplandor que producían algunas de las condecoraciones en la pechera de su uniforme. Le gustó su expresión seca y dura en contraste con la sonrisa y las banderitas que agitaban el resto de los combatientes.

No hubo tiempo para la tercera toma. De pronto vio salir por la parte de atrás de la escalerilla del avión a dos integrantes de la Policía Militar quienes, tras saludar marcialmente al Capitán, lo separaron del resto de la fila y lo condujeron directamente a una ambulancia.

—¡Es una equivocación! –le escuchó decir.

Ramón perdió el hilo de la conversación porque la banda de música comenzó con su fanfarria. Se acercó a la carrera y, en el momento en que se llevaba la cámara al rostro, uno de los policías militares se le interpuso e hizo ademán de querer arrebatársela.

—Si me tocas, aquí se jode uno de los dos o los dos juntos –le advirtió Ramón dispuesto a todo.

Lo rodearon.

—Es cierto que nadie me tocó — me contó Rivera—. Entonces, se acercó un teniente que, para colmo, yo conocía porque había estado conmigo en Nicaragua. “Loco, sígueme y no armes un escándalo aquí porque te partirán los cojones, me advirtió. Tú sabes que cumplimos órdenes. Sígueme, que todo se aclarará dentro de poco”.

—¿Qué pinga pasa con el Capitán? –le preguntó El Loco.

—El va donde tiene que ir y tú irás donde te llevo.

Horas más tarde le decomisaron el rollo y fue puesto en libertad con la advertencia de que, si contaba algo, como primer teniente de la reserva, sería juzgado por revelar secretos militares.

Tres meses después de aquellos hechos y tras tocar en muchas puertas, Rivera fue autorizado a visitar a Pablo de Armas. Al Capitán, por sus méritos militares, se le había asignado una habitación individual en el sanatorio Los Cocos. Tenía SIDA.

El gobierno de Cuba, cuando tuvo que admitir que aquel mortífero virus había roto las defensas de su encumbrado sistema de salud, lo achacó a que un homosexual cubano lo había contraído en Nueva York. Jamás, ni entonces ni ahora, ha reconocido que muchos casos de SIDA y otras enfermedades mortales fueron traídas a la Isla por quienes cumplían misiones internacionalista en casa del carajo. La existencia de Los Cocos era considerada un secreto de Estado.

Pese a ello, valiéndose de amistades, El Loco pudo acompañar a Sandra, la mujer de Pablo que ya estaba en Cuba, cuando fue a visitarlo el día de su cumpleaños.

—A petición de Pablo, la noche antes, ayudé a Sandra a hacer una tarta —recordaba El Loco— y dentro, camuflado, metimos un mágnum Python 44, que era el arma preferida de Pablo. Lo demás que levamos fue una botella de Jhonny Walker etiqueta negra. Aunque los tres sabíamos que aquel era nuestro último encuentro no hubo dramatismo ni histeria. “Quiero que te busques un hombre bueno que te haga feliz y te sepa dar donde te gusta — le aconsejó Pablo a su mujer—. El luto es para quienes tienen cargo de conciencia y tú me amaste como nadie”.Quise dejarlos solos y me encaminé hacia la puerta. “No, tú te quedas aquí, picha loca —me frenó El Capitán—. Tú, como ella, has hecho lo que tenías que hacer. Lo único que quiero es que, si a ésta se le acerca un hijo de puta, le metas dos patadas en el culo. Que sepas que si alguna vez estás en peligro puedes invocarme y que si los espíritus existen, yo estaré contigo”.

Sandra se acercó a su marido y Pablo hizo un gesto con las manos abiertas indicándole que se detuviera.

—No, no me toques. Nadie sabe todavía cómo se contagia esta mierda. Vamos a brindar.

—Estaba entero —enfatizaba Ramón—. Él mismo sirvió los tragos y con un movimiento de cabeza señaló, sin tocarlos, nuestros respectivos vasos. Tras beber, se echó a reír y comentó: “Loco, ¿te imaginas que después de haberme cagado tanto en Dios de verdad exista?”.

—Ay, Pablito –dijo Sandra y le agarró las manos sin que él, está vez, pudiera impedirlo.

—Yo no lloraba por fuera, pero los lagrimones me ahogaban por dentro y les di la espalda —me contó Rivera—. Entonces, sentí sus manazas de oso sobre mis hombros y me dijo al oído: “Gracias por todo, hermano. Llévatela ya, que esto hay que terminarlo”. No tuve cojones para mirarlo a la cara e impulsado por su leve empujón me encaminé a la puerta. Sentía, por el ruido de los pasos, que Sandra me seguía. Cuando llegamos a la posta que estaba a la entrada de Los Cocos escuchamos el disparo. Fue un tiro limpio, en la boca. No nos dejaron salir. Como a las tres horas llegó el oficial de contrainteligencia militar y nos interrogó por separado.

—Ella declara que fue ella y tú dices que fuiste tú quien trajo el revólver. Y uno de los dos tuvo que ser porque un arma no vuela. Esto tenemos que investigarlo –le dijo el oficial a Ramón en un tono seco y amenazante–. Los héroes de la Patria nunca se suicidan, mueren en el cumplimiento del deber.

—El capitán murió de Sida y no era maricón. Yo, a diferencia de usted, lo conocí en la guerra. Al menos, dejarán publicar una nota en el periódico, ¿no? —le preguntó Ramón sin ocultar el desprecio que sentía por los oficiales de contrainteligencia—. ¿Es que piensan dejarnos encerrados aquí porque sabemos lo que pasa?

—Yo cumplo órdenes y esto es lo que hay. Ya nos pondremos en contacto con ustedes. Y ni una palabra a nadie. ¿Comprendido?

A Pablo de Armas lo enterraron en secreto y nunca más llamaron a Sandra ni tampoco a Ramón. Ella, asqueada de todo, se fue de Cuba cuando el Maleconazo y ahora vive con una enfermera amiga suya, cerquita del Mercado de las Pulgas de Miami. Hace poco El Loco la fue a ver y le contó, ya borrachita, que después de Pablo no soportó que ningún otro hombre la tocara.

(Fragmento autobiográfico de la novela inédita El último ajiaco, de Emilio Surí Quesada. El autor ha tenido la gentileza de publicar este avance en exclusiva en La última guerra)

Algo más que soñar


¿Qué cubano de la isla no recuerda esta serie televisiva de 1984? ¿Quién no se emocionó con  la muerte de Ignacio y el regreso de los tres amigos a la casa de la joven viuda en el capítulo final?

No sé qué impresión les causa hoy a ustedes, pero para mí, este fragmento al cabo de los años me sabe a edulcorado realismo socialista.
Algo más que soñar fue producida por los Estudios Cinematográficos y de Televisión de las FAR (ECITVFAR) con fines propagandísticos,  para impulsar el reclutamiento de jóvenes en la fase final de la Guerra de Angola. Me imagino que funcionó como un boomerang,  porque a pesar de que la serie enfatizaba el lado «glorioso» de la participación cubana en Angola,  la inesperada muerte del personaje  Ignacio nos recordó a todos el saldo trágico de ese conflicto armado, que devastó miles de hogares cubanos.

Esta representación de una guerra «bonita», tiene tanto que ver con la realidad como los actores con verdaderos soldados. Como en todas las guerras, en la de Angola hubo abusos y degradación de la condición humana por parte de todos los bandos. En Cuba, sin embargo, las representaciones del conflicto en los medios de difusión aún están cubiertas por ese falso velo de aséptica heroicidad. El verdadero rostro de esa guerra -monstruoso, implacable- aún sigue oculto para la mayoría de los cubanos.