
—De los muertos de Angola hay uno que nunca se separa de mí. Es Pablo de Armas –asevera Ramón y, sin que los camareros del restaurante lo adviertan, saca de debajo de la camisa la botella de Bacardí que trae oculta y vierte un chorro en el suelo–. Bebe en paz, hermano, bebe en paz y custodia nuestro viaje y, si el asunto sale mal, espéranos con lo que sabes que nos gusta en la puerta del infierno.
El Capitán de las Tropas de Destino Especial, Pablo de Armas, y Ramón Rivera se conocían desde Cuba y era de las pocas personas que éste respetaba aunque le llamara en tono burlón El Rambo del Caribe. Se habían conocido cuando El Loco, como oficial de la reserva, fue movilizado durante cuarenta y cinco días con el cargo de comisario político al Batallón de paracaidistas donde Pablo era el jefe.
—Este guajiro es una tranca –me dijo El Loco al presentármelo en el edificio de la embajada cubana de Luanda.
Pablo nos sacó del hotel de la portuguesa y nos llevó a vivir al apartamento que tenía frente al Hotel Trópico.
—Hay un cuarto vacío –le explicó a Ramón– y más vale un hijo de puta conocido que otro por conocer. Si me entero que tú o tu socio se extralimitan con mi mujer los cuelgo a los dos por los huevos. ¿Entendido?
Pablo estaba enamorado como un perro de Sandra, una anestesista cubana que había conocido en Angola y quería gente de confianza bajo su techo. Cuando regresé a Cuba El Loco siguió viviendo allí y entre él y Sandra surgió una relación de hermandad que todavía se mantiene.
Cuando Rivera, en Cangandala, pisó una mina y por poco se muere, Pablo en persona fue a rescatarlo y no lo dejó hasta que lo vio entrar en el quirófano. De esa amistad escribí en mi novela No vine a morir. Pero de aquello habían pasado muchos años y Ramón ahora le rendía tributo.
—Comemierda, venir a regalarse así –machaca Ramón y vuelve a derramar otro chorro de ron en el suelo–. ¿Por qué, coño, herido como estaba, tuvo que ponerse a estar llevando a cuestas al moribundo que encontraron en la aldea? ¡Fueron tres horas, herida con herida y sangre con sangre caminando en medio de la selva! Así cualquiera se contagia.
Era casi el final de la guerra y Ramón, con un pulmón de menos y ya restablecido, había logrado que lo enviaran de nuevo a Angola.
—Cuando tú pises tierra cubana, vivo y coleando, yo te haré la foto —le había prometido El Loco al Capitán y por eso se las arregló para, al final de la guerra, regresar junto a él en el mismo avión a Cuba.
Cuando aterrizaron, Pablo iba delante. Vestía uniforme de camuflaje y en el pecho lucía todas las medallas al valor que otorgaban las fuerzas armadas cubanas a los combatientes internacionalistas. A unos veinte metros estaba la banda de música y los funcionarios del gobierno que, por decreto, tenían que ir a recibir a los que regresaban de la guerra.
—Míralos, con las guayaberitas. Huelen a perfume. Los buitres, los capitanes Araña –le comentó Ramón al oído al pasar por su lado. Era algo que les molestaba a los dos.
Pablo le miró de soslayo y asintió con la cabeza recordando que ya, en otras ocasiones, le había referido la falsedad de los recibimientos.
—Cállate, no me rompas la alegría. Bastante tengo con tener que saludarlos –le comentó en voz muy baja y comenzó a bajar la escalerilla.
Ramón preparó la cámara y, a codazos, adelantándose, saltó a tierra. Quería una foto en el momento en que Pablo pisara tierra cubana. Encuadró su figura y hasta logró captar el resplandor que producían algunas de las condecoraciones en la pechera de su uniforme. Le gustó su expresión seca y dura en contraste con la sonrisa y las banderitas que agitaban el resto de los combatientes.
No hubo tiempo para la tercera toma. De pronto vio salir por la parte de atrás de la escalerilla del avión a dos integrantes de la Policía Militar quienes, tras saludar marcialmente al Capitán, lo separaron del resto de la fila y lo condujeron directamente a una ambulancia.
—¡Es una equivocación! –le escuchó decir.
Ramón perdió el hilo de la conversación porque la banda de música comenzó con su fanfarria. Se acercó a la carrera y, en el momento en que se llevaba la cámara al rostro, uno de los policías militares se le interpuso e hizo ademán de querer arrebatársela.
—Si me tocas, aquí se jode uno de los dos o los dos juntos –le advirtió Ramón dispuesto a todo.
Lo rodearon.
—Es cierto que nadie me tocó — me contó Rivera—. Entonces, se acercó un teniente que, para colmo, yo conocía porque había estado conmigo en Nicaragua. “Loco, sígueme y no armes un escándalo aquí porque te partirán los cojones, me advirtió. Tú sabes que cumplimos órdenes. Sígueme, que todo se aclarará dentro de poco”.
—¿Qué pinga pasa con el Capitán? –le preguntó El Loco.
—El va donde tiene que ir y tú irás donde te llevo.
Horas más tarde le decomisaron el rollo y fue puesto en libertad con la advertencia de que, si contaba algo, como primer teniente de la reserva, sería juzgado por revelar secretos militares.
Tres meses después de aquellos hechos y tras tocar en muchas puertas, Rivera fue autorizado a visitar a Pablo de Armas. Al Capitán, por sus méritos militares, se le había asignado una habitación individual en el sanatorio Los Cocos. Tenía SIDA.
El gobierno de Cuba, cuando tuvo que admitir que aquel mortífero virus había roto las defensas de su encumbrado sistema de salud, lo achacó a que un homosexual cubano lo había contraído en Nueva York. Jamás, ni entonces ni ahora, ha reconocido que muchos casos de SIDA y otras enfermedades mortales fueron traídas a la Isla por quienes cumplían misiones internacionalista en casa del carajo. La existencia de Los Cocos era considerada un secreto de Estado.
Pese a ello, valiéndose de amistades, El Loco pudo acompañar a Sandra, la mujer de Pablo que ya estaba en Cuba, cuando fue a visitarlo el día de su cumpleaños.
—A petición de Pablo, la noche antes, ayudé a Sandra a hacer una tarta —recordaba El Loco— y dentro, camuflado, metimos un mágnum Python 44, que era el arma preferida de Pablo. Lo demás que levamos fue una botella de Jhonny Walker etiqueta negra. Aunque los tres sabíamos que aquel era nuestro último encuentro no hubo dramatismo ni histeria. “Quiero que te busques un hombre bueno que te haga feliz y te sepa dar donde te gusta — le aconsejó Pablo a su mujer—. El luto es para quienes tienen cargo de conciencia y tú me amaste como nadie”.Quise dejarlos solos y me encaminé hacia la puerta. “No, tú te quedas aquí, picha loca —me frenó El Capitán—. Tú, como ella, has hecho lo que tenías que hacer. Lo único que quiero es que, si a ésta se le acerca un hijo de puta, le metas dos patadas en el culo. Que sepas que si alguna vez estás en peligro puedes invocarme y que si los espíritus existen, yo estaré contigo”.
Sandra se acercó a su marido y Pablo hizo un gesto con las manos abiertas indicándole que se detuviera.
—No, no me toques. Nadie sabe todavía cómo se contagia esta mierda. Vamos a brindar.
—Estaba entero —enfatizaba Ramón—. Él mismo sirvió los tragos y con un movimiento de cabeza señaló, sin tocarlos, nuestros respectivos vasos. Tras beber, se echó a reír y comentó: “Loco, ¿te imaginas que después de haberme cagado tanto en Dios de verdad exista?”.
—Ay, Pablito –dijo Sandra y le agarró las manos sin que él, está vez, pudiera impedirlo.
—Yo no lloraba por fuera, pero los lagrimones me ahogaban por dentro y les di la espalda —me contó Rivera—. Entonces, sentí sus manazas de oso sobre mis hombros y me dijo al oído: “Gracias por todo, hermano. Llévatela ya, que esto hay que terminarlo”. No tuve cojones para mirarlo a la cara e impulsado por su leve empujón me encaminé a la puerta. Sentía, por el ruido de los pasos, que Sandra me seguía. Cuando llegamos a la posta que estaba a la entrada de Los Cocos escuchamos el disparo. Fue un tiro limpio, en la boca. No nos dejaron salir. Como a las tres horas llegó el oficial de contrainteligencia militar y nos interrogó por separado.
—Ella declara que fue ella y tú dices que fuiste tú quien trajo el revólver. Y uno de los dos tuvo que ser porque un arma no vuela. Esto tenemos que investigarlo –le dijo el oficial a Ramón en un tono seco y amenazante–. Los héroes de la Patria nunca se suicidan, mueren en el cumplimiento del deber.
—El capitán murió de Sida y no era maricón. Yo, a diferencia de usted, lo conocí en la guerra. Al menos, dejarán publicar una nota en el periódico, ¿no? —le preguntó Ramón sin ocultar el desprecio que sentía por los oficiales de contrainteligencia—. ¿Es que piensan dejarnos encerrados aquí porque sabemos lo que pasa?
—Yo cumplo órdenes y esto es lo que hay. Ya nos pondremos en contacto con ustedes. Y ni una palabra a nadie. ¿Comprendido?
A Pablo de Armas lo enterraron en secreto y nunca más llamaron a Sandra ni tampoco a Ramón. Ella, asqueada de todo, se fue de Cuba cuando el Maleconazo y ahora vive con una enfermera amiga suya, cerquita del Mercado de las Pulgas de Miami. Hace poco El Loco la fue a ver y le contó, ya borrachita, que después de Pablo no soportó que ningún otro hombre la tocara.
(Fragmento autobiográfico de la novela inédita El último ajiaco, de Emilio Surí Quesada. El autor ha tenido la gentileza de publicar este avance en exclusiva en La última guerra)
Filed under: Representaciones de la guerra | 16 Comments »