La emboscada de la que me salvé

Vista actual de la carretera entre Luanda y Viana

Vista actual de la carretera entre Luanda y Viana

La segunda emboscada que nos hicieron fue exactamente un mes después de la primera, coincidiendo con el segundo aniversario de la independencia de Angola, el 11 de noviembre de 1977.

Emboscaron una ambulancia a medio camino entre nuestro Puesto Médico en Viana y Luanda, al mediodía. Evidentemente la estaban esperando. La chocó de frente un camionzón salido de la nada y fue tiroteada no se sabe por  quiénes. Yo debía ir en esa ambulancia pero Heriberto (no recuerdo el apellido), que trabajaba en el Ministerio del Trabajo en Cuba, me pidió que lo dejara ir a él en lugar mío, porque quería aprovechar para ver a una noviecita enfermera que tenía en el hospital de Luanda.

Allí murió el médico Jorge Agostini, hijo del mártir del mismo nombre que fue víctima del gobierno de Batista en Cuba [asesinado el 9 de junio de 1955]; él era el jefe de nuestro puesto médico. También murieron el chofer de la ambulancia: «el guajiro», cuyo nombre no recuerdo -era el mayor en edad de nuestro grupo de 23, con 47 años- y  el geógrafo cubano Miguel Mariche Suárez del Villar, cuya madre era jueza del Tribunal Supremo de justicia cubano y el padre era arquitecto o algo así. Mariche era mi compañero, él tenía la chapilla 77120 y yo la 77121.

Los tres heridos que estaban transportando se salvaron en la emboscada, porque iban acostados en el piso.

Mariche recibió un disparo en el medio de la frente. Iba leyendo, como siempre, en ese caso una «Historia de la II Guerra Mundial», sentado en un asientico mirando para atrás. El chofer y el médico Agostini también murieron instantáneamente. Heriberto estaba sentado en el piso, en el fondo, en los pies de los heridos y no se veía de afuera. Él  tuvo heridas múltiples y, después de varias cirugías, con una pierna más corta y casi inútil, fue evacuado a Cuba.

Yo recogí las poquísimas pertenencias de Mariche, principalmente cartas y el libro que leía y las conservé hasta que regresé a Cuba y se las llevé a su madre, a quien nadie le había contado lo sucedido ni le habían dado atención alguna. Era hijo único y uno de los poquísimos solteros sin hijos. Mi regimiento completo era de «reservistas», todos casados y la mayoría con hijos, porque en esa época todavía no habían empezado a enviar muchachos del Servicio Militar y se nos decía que se había demostrado que los hombres con familia resistían mejor las barbaries de la guerra.

A los tres muertos los enterramos nosotros mismos, sin ceremonia alguna, con máxima discreción, en el cementerio de Miramar en Luanda, que era uno de los dos cementerios grandes de la ciudad capital. Les correspondieron las tumbas 347, 348 y 349 del sector donde se enterraban los soldados cubanos, al fondo, sin más señal que la tabla con el número indicativo pintado a mano, en pura tierra y quitándoles todo, porque todo escaseaba, especialmente las botas.

No teníamos documentos ni joyas, ni siquiera relojes o anillos, porque todo eso nos lo quitaron al subir al barco en Cuba. Más nunca recuperé los míos y, que yo sepa, nadie lo logró. Eso era lo de menos, no teníamos ni una foto, sólo la chapilla con el número de cada uno al cuello, que se les quitaba a los muertos, por supuesto. Nada de ponerlas en la boca, porque eso es en los ejércitos en los que cada soldado tiene dos o una que se parte por el medio, pero como parte de las carencias cubanas de siempre en este casi medio siglo, cada soldado sólo tenía una, bastante rústica por cierto.

Nadie se ocupaba de nada, mucho menos los jefes. Yo conseguí una caja de armamento que vacié y ahí mal acomodamos a Mariche desnudo, por supuesto. No cabía, pero al menos estaba en una caja. Los otros dos sencillamente se envolvieron en nylon y se entizaron un poco con «esparadrapo» (venda adhesiva), que era lo único que teníamos y así se acostaron los tres cadáveres en el piso de la ambulancia y los llevamos, por nuestra cuenta, un chofer y yo al cementerio, con una pala y un pico. Estaban enterrados una o dos horas después de muertos.

Ese día nos llevaron una caja de 12 botellas de ron para los 20 que quedábamos y mandaron una escuadra de 8 soldados de una unidad cercana, para que nos «protegieran» y pudiéramos emborracharnos. Ese fue el glorioso velorio, tocando de todo lo que sonaba en una rumba interminable de borrachera hasta que cada quien se quedó dormido.

Yo no me emborraché, no me emborraché porque tenía miedo, como siempre tuve miedo allá…terror, siempre pensando sólo en cuidarme…es la verdad. Tomé, grité, canté, toqué en latas improvisaciones hasta que el cansancio me tumbó y creo que fui el primero en levantarme a media mañana siguiente. Hubo quienes no volvieron en sí hasta el subsiguiente día. Nunca más hablamos de eso, que yo recuerde.

Han pasado ya más de 30 años y me ha tomado mucho tiempo, pero hoy por hoy yo no justifico guerra «ni de independencia», porque no hay nada peor, más ajeno a la naturaleza humana que matar semejantes que nada te han hecho, que ni siquiera conoces, que siente y padecen como tú, en aras de unos pocos. Siempre quienes matan y mueren realmente son más semejantes entre ellos que a sus respectivos «superiores», esos que están tan tan por encima, tan tan lejos de morir o matar, que pueden dedicarse a…¿mejorar el mundo?

(Testimonio del economista Jorge Martín. Fue enfermero en Angola)